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Falacia del parásito

Junio 2018

Ultimamente Josep Lluís Carod-Rovira circula mucho por la ciudad de Barcelona: se le ha visto distendido en diversos teatros y en cines. También, y cómo no, el ubicuo expolítico aparece en medios audiovisuales catalanes con regularidad. Por otra parte, los últimos avistamientos en la calle confirman que Carod-Rovira gira mucho la cabeza a un lado y otro, bigote en ristre, como confiando en el reconocimiento del pueblo.

Sin embargo, en los platós de televisión vistosos (gracias al chroma-key) es donde Carod-Rovira muestra su excelencia, y donde destaca por su retórica, y donde airea sus opiniones más concomitantes.

Fue Aristóteles quien dijo hace 2400 años que un problema, en sí mismo, no se puede arreglar con otro problema. Fue Aristóteles también quien denunció las primeras falacias del lenguaje, dañinas para la democracia griega. Por lo que el filósofo no solo ahondó en materias de física, ética y moral, sino que además investigó mucho la lógica. Llegó a catalogar hasta trece falacias clásicas, entre las que no se encuentra, por cierto, la falacia del parásito.

Arreglemos este despiste, aquí, ahora, y qué mejor que poner como ejemplo las tesis de Carod-Rovira, quien fue recientemente interrogado por el lío-embrollo montado en Cataluña entre los seguidores de la opción independentista (una opción legal sin espesor ideológico), a lo que Carod respondió con la naturalidad de quien adopta un simple parti pris (repetimos: legítimo) como si fuera un tratado de 1000 páginas. Folletón monumental, pero levemente insinuado en el interviu que citamos (fechado el 7-V-2018, lo cual queda para los “anales”, y no se descarte cierta analogía biométrica): la excusa de Carod, aparte de su bigote, era que estaba combatiendo un gigante político más o menos, y tenían enfrente a un estado con 158 embajadas de verdad (sic). Ojo. El adversario no era moco de pavo, y contaba asimismo con ejército de Tierra, Mar y Aire.

Opinaba y opinaba, mientras se atusaba el mostacho, el cual, ante un despliegue de tal potencia -contraria-, no se arrugaba. Era necesario evocar la parábola de David y Goliat, pero sin mencionarla explícitamente, no fuera que alguien le recordara al expolítico, en un giro inesperado, la bíblica corona de espinas que se puso por sombrero en 2005 estando él en Tierra Santa. Recordemos que Carod adoptó el papel de mártir ciñéndose la tiara áspera e hiriente que le ofrecía Maragall. Quién osaría decir trece años después que el erudito Carod-Rovira continuaría en su rol de víctima, con letanías como “no podemos llegar a un acuerdo interno entre nosotros –y nos confundimos mútuamente, en una sopa de letras– porque la presión exterior a la que nos somete (el estado español) es desmesurada”.

Dado que Carod tiene un aire como de monje enterado de Monserrat y bien comido, el entrevistador preguntó: “¿Alguna salmodia –¿algun programa político en el alero, por ventura?–, entre ustedes, los independentistas, alguna prospección para el día D, el de la liberación?”. No, de momento. “Pelillos a la mar”, añadía Carod. La democracia nació en los monasterios medievales, pero el pollastre actual del Parlament de Cataluña después del “dret a decidir” está quedando impune. Nadie tiene la mínima idea de en qué ha consistido la “decisión”, es decir, del gobierno (en educación, sanidad, finanzas, comunicación, defensa, lo que sea, dáme “argo”…). El futuro del Parlament es una gominola gastada antes de disfrutarla, y todo es achacable a las artimañas de esa gente africana, fraudulenta y desarraigada, en la ribera sur de Zaragoza. Gente que no ve más allá de sus narices. ¿El Ebro en el Pisuerga? ¿Narices?

Bajo las suyas, y rozándose la pelusa, las recetas de Carod-Rovira sobre la tiranía española suenan de perogrullo y fáciles de formular, y de aventar, lo cual se agradece, sobre todo en una etapa tempestuosa. El argumento es como una petición de principio. Hay una tiranía, luego vamos a desembarazarnos de ella.

Aleshores viene el silogismo, o sea, la sofisticación en la que se detectan la pulga y la garrapata –entre otros animalejos– sobre el objetivo pasivo: un aspecto, ciertamente, que se le escapó a Aristóteles en su obras.

El oyente-televidente mira un documental de TV vespertino y suele desembocar en el sufrido coach-potato crónico de los medios catalanes. No hay manera de evitarlo, y se trata de no ponerse nervioso. Los sopapos mediáticos que suelta TV3 dicen que emulan a los de la BBC, pero no puede ser; en los medios de la Corporació, el pulgón o la garrapata saltan y saltan en la misma dirección y se meten en la piel como condenados. Los catalanes lloramos mucho, pero nunca como un cocodrilo del Nilo.

Nos nos desviemos. Nos hemos propuesto definir la falacia del parásito. Es una nueva falacia. Es un tipo de argumento reversible como el ecosistema del cocodrilo; la falacia aludida es un ardid que utilizan los animales de charca, eso sí, y lo digo por experiencia, y en ello, un mono que ha bajado a la sabana se compara a cualquier ser humano que se precie de su especie, y perdón por las rimas; jamás me han gustado.

Lo bueno de Carod no es que acabe en odd (extraño, en inglés), lo bueno es que según el currículum de las redes domina la prosa catalana (la de algunos concursos escolares organizados por la Conselleria d’Educació), pero nosotros desconfiamos bastante. Su truco imbatible es como de adolescente declamando “La vaca cega” ante el coro de Montserrat, pero, al tanto, siempre que está presente Carod, por debajo de las sotanillas revuela –ay– una mosca cojonera.

Veamos los sucesivos movimientos mentales de un personaje que puede protagonizar la falacia planetaria menos catalogada de la historia. La falacia del parásito funciona a partir de unos co…, de acuerdo, como los del caballo de una feria en que Carod sería picador, y eso hasta cierto punto. La falacia representa unos globos categóricos y demagógicos donde los haya, en donde cada uno de los participantes (el parásito) depende del otro (huésped, hospedador o anfitrión) y obtiene beneficio. En la mayoría de los casos, el hospedador víctima advierte un picoteo o banderilleo en las zonas básicas (un robo “X”), o bien un perjuicio por parte del parásito en el intersticio del culo (perdón, del ciclo), o de la vida del afectado.

Es más, que el parásito se duela de emplazar sus huevos en el nido del hospedador, para más inri, ya colma el vaso del abuso, y en el supuesto de la homología en ciernes (entre una emisora de TV más o menos bufona que mira el “pueblo”, y el entrevistado, siempre lúbrico), entonces se presenta un ítem ideológico, aleluya, hay chicha aparentemente en la zona de la claca: pero, oh decepción, es unilateral y dogmática. Al climax se llega cuando un aguijón sin veneno (la independencia) se clava en la complejidad del cuerpo parasitado de la plebe apantallada (máxime en áreas rurales), la cual no se inmuta por nadie ni por nada, i ara, aunque explote la bomba atómica: se trata de la sociedad densa, compacta y compleja que trabaja durante el día, se desloma en el ordenador y finalmente es machacada por la tele antes de irse a dormir.

El parásito mantiene afilado su pico. Es retórico, porfiado y mecánico, y obedece al monotema de chinchar. Pero no lleva nada dentro. Hay una dramaturgia general del parasitismo donde la enjundia, el espesor, la riqueza, la energía, los otorga el simple cuerpo parasitado.

Si España no existiera, ¿qué sucedería con Carod-Rovira y este tipo de entrevistas?

La falacia del parásito empieza porque a un problema inicial se le pringa o adhiere otro adicional, el cual acaba parasitando (contra-parasitando, realmente) al problema del principio. O sea, España como fantasmagoría, y Cataluña como alucinación.

El parásito cree que está chupando algo (por roce más que por goce), aunque no chupa nada, porque el chuche no existe, con lo cual la gominola se desvanece virtualmente y no le salen granos. Vamos a llamar a esta última entidad o presunción Hespaña, con hache, a la cual, producto de ser usufructuada psicosomáticamente por quien cree extraer beneficios consistentes –siquiera por lengüeretazos en catalán–, le sale una personalidad que no tenía, eso sí, y la exacerba, y entonces todos pretenden cantar “el novio de la muerte” (o sea, Els Segadors) en cualquier medio posible, en cualquier bando, por doquier, lo cual, por demás, constituye el cénit soñado del estereotipo (el paraíso del parásito), es decir, la síntesis de lo que queríamos decir.

Quod erat demonstrandum

[Palabra de Mono Blanco]

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