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Barcelona capital

La moderación es languidez y pereza del alma, como la ambición es su actividad y su ardor, afirmó una vez La Rochefoucauld. A este literato clásico el proyecto de independencia de Cataluña le parecería la rechifla, timorato y corto de vista. (Es decir, una apuesta de saltataulells e industriales de vuelo bajo. Un florero pujolista con plantas mustias, el agua amarillenta y una letra de Banca Catalana pegada al borde con celo; una pretensión caduca, la aspiración de una pedanía, el sueño de una banda municipal que toca a Wagner sin trompas, ni timbales, ni contrafagots. Solo con los cornetines de la cobla.)

La ambición nunca ha sido lo nuestro, y sin embargo, ¿de dónde salió el desperta ferro?. Que se levante Pedro III de su bañera de pórfido en Santes Creus, y grite un improperio de los suyos (en italiano, francés, o catalán) al oido de estos politicastros de ateneo. Pedro el Grande venció al rey de Francia, se quedó con Sicilia, conquistó Túnez, sometió el Mediterráneo y, fundamentalmente, le puso imaginación y agallas al asunto. Permanecer calladito en el cauce del Ebro, por el lado de aquí, y, en el costado de mar, no más lejos de las islas Formigues, que están delante de nuestras propias narices (donde cayó derrotada la flota francesa) es ridículo, inconcebible, ignominioso. ¡Pensemos a lo grande, como nuestro rey Pedro!. Los catalanes merecemos empresas importantes. Unos gramos de creatividad y hasta de avidez son de rigor. Sin exigir vasallaje medieval al resto de la península, pues los tiempos han cambiado; pero la solución es simple, llana, perogrullesca, tonta. Barcelona, capital de España, tout court y tot solucionat.

Ya se flirteó con esta idea en 1888, con ocasión de la Exposición Universal. Nada nuevo.

La verdad es que estos confines actuales de Cataluña son una birria comparado con lo que podemos conseguir si expandimos nuestros intereses, nuestro savoir faire. El horizonte es dilatable como nuestras fronteras, y está al alcance si nos constituimos primero en capital del Estado, y luego ya veremos. Organicemos una macromanifestación, pero a nivel ibérico. La gente está harta de Madrid. Además, siendo Barcelona capital de España, la devolución diplomática del Rosellón –que es nuestro– sería aparentemente más fácil. ¡Pero cómo no se le ha ocurrido a nadie! Incluso a Portugal, siempre reacio a todo lo que venga del oso y el madroño, le caería simpática la idea de integrarse en los nuevos dominios de ‘Barcelona’, no lo olvidemos, una marca actualísima.

Más consecuencias: el idioma castellano (un software muy potente que se extiende en red) y todas sus tecnologías derivadas pasarían a tener de nuevo su centro en Barcelona, de donde nunca debieron salir. Es absurdo que un lugar que hace sólo cuatrocientos años era un villorrio (Madrid) se quede con los beneficios mundiales de la explotación de una lengua milenaria. El castellano –artefacto abstracto, refinado, sin nada genuino de Madrid– merece hospedarse en una ciudad con una civilización a sus espaldas, y con lengua propia.

Elucubremos, pues, echándole valentía y pragmatismo. Consigamos sobrepasar el vallado de nuestro huerto. Siendo BCN la capital, además de tener la llave de la caja (el Ministerio de Hacienda estaría en el Paseo de Gracia), nadie nos negaría una pluralidad de cosas, como, digamos, préstamos a largo plazo de unos cuadrillos del Prado, cuyo patronato estaría ahora en la Rambla (operando por Internet). “Que se consiga el efecto sin que se note el cuidado”, nos comentaríamos sonrientes entre nosotros, mientras, mica en mica, la sala abovedada del Palacio de Montjuic –la más grande de Europa– se iría llenando con todos los Rubens que hoy guarda el célebre museo de los Austrias. ¿Podemos imaginarlo? ¡Sí!

[Palabra de Mono Blanco]

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