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El castellano como condena

Septiembre 2004

Aun no siendo significativa a nivel mundial, los catalanes amamos profundamente nuestra lengua. Sin el catalán, los catalanes somos poquita cosa. El catalán forma parte indisoluble de nosotros, y eso tal vez nos convierte en únicos, siguiendo una idea amablemente formulada hace unas semanas por el nieto de Joan Maragall, a pesar de ser político. Las circunstancias adversas (históricas, culturales) no sólo no han extinguido nuestro idioma, sino que cabe decir -y ojalá no sea un error- que en este momento goza de un estado de salud relativamente bueno; lo cual nos alegra tanto como si la afirmación se refiriera a una parte de nuestro estómago, de nuestro pecho o de nuestro cerebro.

Sin embargo, y aunque no tenga relación con lo anterior, hay que apresurarse a desmontar varias imprecisiones sobre el uso del castellano en Cataluña. La lengua castellana ha estado presente en Cataluña desde hace siglos, y en algunos lugares geográficos, como en la ciudad de Barcelona, lo ha estado con gran intensidad y a lo largo de mucho tiempo, y no exclusivamente por razones coercitivas. La bota militar siempre ha sido un apoyo inestimable en la difusión de una lengua, como vimos en la propagación universal del idioma del bardo de Stratford-upon-Avon, pero ello no quita que Shakespeare sea un genio, o que los endecasílabos de Garcilaso de la Vega sean una maravilla. Resulta que el castellano se ha oído en Cataluña desde siempre, especialmente en Barcelona, coexistiendo con el catalán, lo cual no se sabe si es algo reprobable, pero ojo al dato. Políticos e intelectuales orgánicos: eso es tan cierto como la existencia de las montañas de Montserrat.

A veces, ateniéndonos a la programación de TV3 (la televisión pública catalana), o a algunos cultivadores de las letras en estas tierras, parece como si la aparición del idioma castellano por aquí tuviera una dimensión exótica. Para TV3, y para más de un representante de la intelligentsia autóctona, lo del castellano por estos lares, o bien es un asunto de emigrantes suramericanos, o bien es un residuo cultural de inmigrantes de otras partes de la península, o bien es el resultado exclusivo de imposiciones lingüísticas manu militari (como las llevadas a cabo por el anterior régimen), o bien, cénit de la ridiculez, es una pose de cierta ralea de urbanitas llamados “pijos”.

Cabe insistir en que no se sabe si es bueno o es malo, pero el castellano ha circulado por aquí siempre como Pedro por su casa, y eso desde que apareció la imprenta. Los primeros editores barceloneses del siglo XVI ya tenían a bien incluir la lengua del Arcipestre en sus catálogos. ¿Pero, y porqué? En primer lugar, digamos, por una cuestión peregrina de vecindad. Aragón, compañero de viaje de Cataluña en nuestras épocas gloriosas, fablaba y habla castellano, y en ocasiones de manera contundente, como nos recuerda el diputado Labordeta. En segundo lugar, y para qué negarlo, el castellano como dispositivo está muy bien trabado, o sea, conceptual y verbalmente es una máquina de trinchar ideas que funciona de miedo, como las flores, y se lo traga todo. Durante siglos, pasó como un vendaval de zetas e interjecciones por el continente americano, junto a una ola de barbarie que lo barrió casi todo, y hoy en día, en cambio, oh sorpresa –esa amiga de la lengua–, los herederos del latrocinio se expresan en un castellano pulcro, exquisito, casi musical.

¿Fueron los hispanoamericanos engullidos por la potencia del artefacto? Pues en Cataluña debió pasar algo similar, porque a los indianos catalanes que arribaban a las Antillas, por ejemplo, llegados de muchos pueblecitos no cosmopolitas, radicalmente payeses, no les costaba nada adaptarse rápidamente a la lengua de las colonias: es decir, en la metrópoli también se hablaba castellano. En la parte baja del Ensanche barcelonés, corazón de la ciudad condal, que empezó a poblarse en último tercio del siglo XIX, era frecuente encontrar a familias enteras de la burguesía naciente expresándose con igual soltura en catalán y en castellano, e incluso más en esta última lengua. El llamado “padre de las letras catalanas”, Jordi Rubió i Balaguer, artífice de la Biblioteca de Catalunya, erudito y profesor insigne, cuñado por cierto de un indiano catalán, José Gallart, se expresaba en familia predominantemente en castellano, con toda naturalidad. A un jurista famoso de Cataluña, el histórico Don Manuel Durán i Bas, que llegó a ser ministro en Madrid, y quien protagonizó el primer esfuerzo serio por unificar el Derecho Civil catalán, sus nietos catalanes le llamaban “el abuelito” y no “l’avi”. Los ejemplos son inagotables. El tráfico documental y comercial en Barcelona, desde tiempos inmemoriales, era frecuentemente en castellano por la sencilla razón de que esa lengua proporcionaba un código preciso, exento de ambigüedades, jurídicamente muy útil, y esto, de nuevo, no es una inquina de ahora, es otro dato, no necesariamente derivado de la fusta. Hubo un mago Merlín de los fonemas y los glifos llamado Nebrija que preparó bien el asunto en el siglo XVI, nada menos. Duele, pero hasta llegar al ingeniero Pompeu Fabra, hace muy poco, no conseguimos los catalanes nada similar. En Cataluña, todavía recordamos la anarquía de nuestros abuelos pronunciando aquel catalán fabuloso que ya sólo resuena en recónditos ámbitos rurales.

Todo ello, señoras y señores de TV3, “antes de Franco”…

No sabemos si es para bien o para mal, pero la lengua de Cervantes también es patrimonio de los catalanes. Es algo tan importante, que desde la perspectiva catalana, resulta incluso una frivolidad dejarlo en manos de los habitantes de la meseta. Esa lengua nació en San Millán de la Cogolla, en un monasterio riojano, o donde fuera, de acuerdo, pero pudo haberse escampado de otra manera por la geografía peninsular, o mediterránea, o europea, pues cosas más raras se han visto en la diseminación de dominios lingüísticos. Finalmente lo hizo como lo hizo, pero no es justo que Madrid acapare beneficios y maleficios en esta industria de las eñes. Como, por otra parte, tampoco es razonable el odio declarado de Jorge Luis Borges hacia el castellano, idioma que previsiblemente debió inyectarle en vena los placeres más indescriptibles de su vida de bibliotecario.

Es lo que hay. Como un regalo de las musas o como un castigo divino, el castellano vivió y vive y permanece ligado a Cataluña. Y está en este planeta para quedarse.

[Palabra de Mono Blanco]

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