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¿Lealtad al centro? ¿Porqué?

Fernando Vallespín suele ser un analista lúcido de la realidad política española. Siendo un académico notable, sin embargo, como buen madrileño, no “ve” ciertas cosas; lo que sucede en el artículo de El País de 8-VIII-2021 que se reseña a continuación.

El mal crónico de este país es haber asociado la llamada “administración central” a la villa de Madrid sin más, en el momento precursor de la democracia, es decir, en la llamada Transición. La Administración Central española, ciertamente necesaria, podría ser denominada “Administración Federal” si España fuera una verdadera federación, una estructura a la que el sistema de autonomías actual –de cualquier modo–se parecería mucho.

Sin insistir en lo último (pues el nombre no hace a la cosa), la verdad es que dejar la gobernanza que coordina o unifica operativamente el sistema autonómico global, asociada a Madrid, fue una desgracia, un error histórico, una pifia importante.

Veamos. Washington no está localizado en Kansas, sino en el extremo este de los EEUU, igual que Berlín respecto a Alemania, o igual que Londres queda en el extremo sur de la Gran Bretaña. En la era contemporánea, por lo demás, diversos países han cambiado la capital de una ciudad a otra (Holanda, Brasil…). La capital de Canadá, por ejemplo, ha cambiado hasta seis veces de ubicación a lo largo de su corta historia, sin aparentes daños, y quizá con grandes ventajas.

El sistema autonómico español fue en sí mismo un hito de la arquitectura política del país, para los tiempos que corrían, pero quedó incomprensiblemente sujeto al lastre histórico-político que arrastraba la actual capital, cuya posición geográfica estrictamente central no se contempló como una formalidad innecesaria, ni como una inercia irrelevante de otros tiempos, ni como un defecto ¿menor? de la solución dada entonces. Fue un precio político que, simplemente, podía no haberse pagado.

Hoy en día, desgajar porciones de la “administración central” de Madrid es dificilísimo. Lo sigue siendo desde hace décadas. Ya fue evidente con el tímido intento del entonces ministro de Industria José Montilla (luego presidente de la Generalitat), en los primeros 2000, para expulsar alguno de los órganos “centrales” al exterior de los madriles: fue una tragedia. Los funcionarios concernidos entraron prácticamente en pie de guerra, y se desistió de la idea, desvirtuándola muy poco después (procediéndose a la disolución salomónica de la Comisión del Mercado de Telecomunicaciones –CMT–, que iba situarse en Barcelona, en el seno de la Comisión Nacional de la Competenecia – CNMC –, en 2013, la cual, por supuesto, siguió donde estaba).

Es cierto que el texto de Vallespín desgrana actualizaciones que requiere el sistema español autonómico en el presente, y así, el autor desglosa con pertinencia diversas enfermedades tangibles, empíricas, que nos asuelan: partitocracia rampante, un Senado zombie sin aparente sentido, o la España vacía y vaciada (Vallespín, claro, no se detiene ni un segundo en el efecto vampirizador de Madrid respecto al hinterland circundante inexistente: un espacio arrasado, desertizado). Por no hablar de la ubicación de la jefatura del Estado, la morada protocolaria del rey, que bien pudiera situarse en cualquier espacio áulico existente en el rico patrimonio arquitectónico de la península; siquiera para eludir las connotaciones históricas del absolutismo de la monarquía hispánica (un pasado negativo paralelo, es verdad, al de otras monarquías europeas, hoy parlamentarias)

Vallespín concluye su artículo con la exótica sugerencia de que para tener “sentido de Estado” (sic), en España sería deseable que tuviéramos una “lealtad al centro” (sic), cuando lo que quiere decir es que, obviamente, las partes coaligadas en una organización política “X” han de ser fieles y leales a la estructura coordinadora o sistémica que da sentido a dicha organización. Pero ello no implica “centralidad geográfica” para nada.

Es más, también nosotros tenemos sugerencias. Sostenemos que gran parte de los problemas del estado español disminuirían significativamente con pequeñas modificaciones del vocabulario político oficial, y –eso sí– con un cambio estructural en la ubicación de la capital del Estado. Proponemos que el conjunto de entes que forman la denominada “administración central” pase a llamarse “administración estatal”, la cual por supuesto seguiría estando yuxtapuesta a (y articulada con) la “administración local” y la “administración institucional” existentes hoy en día. Por cierto, esos cambios nominales podrían llevarse a cabo a propósito del aggiornamento también urgente que necesita nuestro Derecho Administrativo, según la opinión de diversos especialistas.

Puestos a sugerir, los cambios nominales podrían extenderse también, por cierto, a todas aquellas instancias que ahora se llaman “nacionales” y se refieren al ámbito español, por aquello de que también los especialistas –en el ramo profesional de la Geografía y la Historia esta vez– no advierten nada desaconsejable en la definición de España como “nación de naciones”, ni mucho menos la Constitución española. Por tanto, la propuesta es que, a partir de ahora, digamos “Policía estatal” en vez de “Policía nacional”, o bien, que apelemos a la “Selección estatal” en vez de a la “Selección nacional”, etc., etc. Todo, por aquel simple detalle de que, al parecer, técnicamente, puede haber más de una “nación” dentro del suelo ibérico. Unos cambios minúsculos, cosméticos, puramente verbales, difíciles de digerir para a un madrileño militante, desde luego, pero que arrojarían tantos beneficios a buena parte de los españoles…

Y, ya metidos en faena, en el área de las propuestas y de las insinuaciones que aluden al agobiante panorama político patrio, si Barcelona se convirtiera algún día en la capital del estado, como ya se intentó en el siglo XIX, entonces, mil problemas desaparecerían de un plumazo.


Victimismos y fobias interterritoriales

Fernando Vellespín, El País 8-VIII-2021

Nuestros conflictos territoriales se montaban sobre un eje bastante nítido, ese que distinguía a los así llamados nacionalismos periféricos del resto. La novedad es que el “resto” ya no es un todo indiferenciado. La gestión regional de la pandemia ha provocado que las Comunidades Autónomas (CC AA) no adscritas a alguna nacionalidad histórica hayan alcanzado su mayoría de edad, ya no van a dejarse tutelar con tanta facilidad desde el centro. Más leña al fuego de nuestra ingobernabilidad. La fragmentación del sistema de partidos impide que los dos grandes cohesionen al país. Primero, porque el PP apenas tiene representación en Euskadi y Cataluña. El PSOE, por su parte, debe de sostener su mayoría con otros partidos “territoriales”, que van desde los nacionalistas clásicos a los independentistas, pasando por los regionalistas a lo Teruel también existe. Carentes de una segunda cámara federal, el Congreso ha devenido poco a poco en algo parecido a lo que debería ser el Senado, que queda como una cámara zombi. Hay que pensar también que los grupúsculos a la izquierda del PSOE están integrados por fuerzas regionalizadas —En Comú, Compromís, en cierto modo también Más País—.

Segundo, porque esto mismo está provocando incentivos para que los liderazgos regionales emprendan su propia estrategia de oposición al poder central. Ayuso es el mejor ejemplo del salto desde una oposición en el Congreso a una oposición desde las CC AA. El código gobierno/oposición se territorializa y amaga con ser otra fuerza debilitadora de los dos partidos tradicionales. Añádanle a esto el nuevo eje de tensión creado por las demandas de la España vacía frente a la populosa. El resultado es una superposición perfecta de los que hasta ahora eran dos sistemas políticos relativamente diferenciados, el de cada autonomía y el nacional. El regional está fagocitando cada vez más a este último.

El resultado es el giro hacia una re-feudalización de España, cada vez más carente de elementos cohesionadores. Ahora que va a caer el maná europeo y entramos en la fase de la distribución de estos recursos, nos adentraremos en una gestión endiablada, marcada por la subasta de agravios (ya se sabe que hoy solo tiene prestigio quien puede presentarse como víctima) y la exhibición de las fobias interterritoriales hasta ahora más o menos larvadas. La acusación de Ayuso de que el Estado practica la “madrileñofobia” ante el temor a una intromisión en sus políticas fiscales es el aperitivo de lo que nos viene encima. O las críticas al acuerdo sobre la ampliación del aeropuerto de Barcelona y la práctica de la bilateralidad con Cataluña. O las quejas de la plataforma Soria ¡Ya!, representativa de las demandas de la España vacía.

Todo esto podría ser bienvenido si ayudara a resolver nuestro conflicto territorial clásico, el de la integración de los nacionalismos históricos. Me temo, sin embargo, que va en la dirección contraria. A menos que nos tomemos en serio la federalización real del país mediante una cámara puramente territorial y lealtad al centro. Definamos qué es lo común y en qué desea diferenciarse cada comunidad. Y, desde luego, partidos con sentido de Estado, no reducidos a la gestión de sus propios intereses para mantenerse en el poder o acceder a él. Puede que esto último sea más difícil que el propio sudoku territorial.


[Palabra de Monoblanco]

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