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Rajoy habla en verso

Constantemente. Lo que pasa es que no nos damos cuenta. Igual que Aznar habla idiomas en la intimidad, Rajoy hace poemas para sus adentros, para su propio gusto. El vate galego, le llaman hasta en el Consejo de Ministros, porque enfrentado a una pregunta, no amaga con repreguntar como otro galego, sino que en el caso del presidente –siendo de Santiago–, devuelve respuestas muy singulares –aseguran–, abundantes en ripios. No es la primera impresión. Hay que caer en la cuenta del chispeo de la barbilla y la intensificación de las pupilas. Es imperceptible, pero si en Mariano la mirada es viva, hay una copla en la nuez.

Contrasta este fenómeno con el pasado de castañuelas del joven político Alfonso Guerra, en una Sevilla donde tutti quanti elaboraba poesías, más bien recitables, aunque de calidad desconocida. Guerra explicaba que cuando un colega de la época se aproximaba con una mano en el bolsillo (como para agarrar el Colt), él entonces -por si acaso- reaccionaba más rápido, es decir, volteando velozmente sus dos palmas sobre los laterales de la chaqueta:

– Si me lees, te leo.

Mariano pertenece a otra cultura, a la galaxia celta, alejado del bullicio sureño. Ni foulards ni americanas de pana. Por estar lejos, no hace falta ni que pergeñe la “o” con un canuto, ni que declame nada, y menos ante un micrófono. ¿Un simple comentario político después de una comida copiosamente regada con, diríase, un buen Rias Baixas? Pa qué. Lo mejor es una redondilla. Toda poesía es una revelación, es dirimir un monólogo permanente con Becquer, o quizá con Campoamor, o, porqué negarlo, con Rosalía de Castro. Tras el análisis meticuloso de sus tics, vemos que Rajoy tiene una flor en la gola y versifica en secreto; por lo que una saeta dirigida a la Macarena en la Semana Santa hispalense no se le supone. No, al presi, cualquier detalle le sugiere un sonetito simple, un endecasílabo, una baladita.

Lo malo es que no lo oímos, porque todo es introspectivo. Los ciudadanos deberían estar al tanto. Mariano se explaya más en Moncloa, donde una vez abrió los labios para farfullar (y aquí hemos de ocultar la fuente):

– Doméstico, abre esos pinos, corre esos linos, para que entren los céfiros matutinos.

Hay más cosas reseñables, como el almuerzo de un plato de lentejas que cocinó y que se le empacharon:

– Condimenté unas atrevidillas, sus efluvios subieron, y mi humanidad se postró…

Además esto es verso libre, verso blanco, y tiene mérito. Rajoy maneja una métrica importante en un hombre de su talla; pero entre las gentes -en el universo audible- sus dotes líricas quedan escamoteadas. Le hemos descubierto el truco.

En cambio, Alberto Ruiz-Gallardón va de sobrado, y, claro, no es por el perfil rasante del pelo (a lo sargento de la guardia mora de…). Son diferentes. Se parecen como un huevo a una gallina. Si Rajoy trova discreto, Gallardón lanza fuego por la boca cada vez que habla. Desata un incendio en cada intervención suya, en cada idea que promueve, en cada ley seca que promulga, y vaya, que –asi Deus me leve– es un enigma cómo consigue despistar a la parroquia de los súbditos de Santiago y cierra España. Ser Ministro de su majestad le ha servido a Gallardón para disimular el enorme agujero de las finanzas capitalinas, como en la historia clásica del perro de Alcibíades, donde Alcibíades, con su machete afilado, corta la jovial cola de su perro en el ágora. Ante el despiadado y sangrante espectáculo, los rumores y comentarios de la plebe saltan por doquier, alejándolos así de los problemas socioeconómicos reales provocados en Atenas por ¿quién sinó? Alcibíades. Pues bien, hoy desviar la atención (eso) del gigantesco socavón económico de Madrid al precio que están exigiendo los incendios sucesivos de Don Alberto, a cual más animal, no parece una parábola, más bien es una gruesa tomadura de pelo (que, por cierto, afeita más que el cráneo), y un pelotazo político de la escala del Obradoiro.

Y otro día hablamos de Fernández y Fernández.

[Palabra de Mono Blanco]

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