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Napoleón en Barcelona

Carlos I de España y V de Alemania (en realidad, oriundo de Flandes) se coronó emperador del Sacro Imperio Romano Germánico en la localidad de Aquisgrán, y tres siglos más tarde Napoleón Bonaparte –le petit caporal– se coronó a sí mismo emperador en Notre Dame de París.

Pues bien, otro rito de coronación tuvo lugar en la basílica de Santa María del Mar de Barcelona el 30-IX-2021. Ese jueves la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC) invistió Doctor Honoris Causa al célebre arquitecto Ricardo Bofill Levi, un individuo medio francés (por lo bien que lo habla) y un provecto señor de 82 años breve de estatura, pero grande en ambición a tenor de los encargos de su currículum, el cual se exhibió con un PowerPoint espectacular e irreverente. Irreverente porque los organizadores del acto optaron por proyectar un haz de luz profana en el esplendor de la iglesia gótica más conocida de Barcelona, por cuyo pasillo central desfiló Bofill a birrete calado –al final– como igualmente lo hicieron sus eruditos acompañantes, todos ellos profesores de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona (ETSAB). Una vez coronado como emperador de la más solida de las bellas artes, se sopló las hilachas de la frente, que le molestaban, pero, cuidado, el homenajeado no deslizó la mano en el pecho (la toga académica no lleva sisa), al estilo del corso, como más de un taimado predijo.

El evento fue más parecido a una boda, quizá.

La pareja feliniana de la UPC hubiera sido el obispo de la ciudad (Omella), que no celebró la liturgia por poco, y que había cedido el escenario. Hay que suponer que el rector de la UPC alquiló a su eminencia el templo y pagó. Tan pagana fue la ceremonia que incluso alguien estuvo a punto de lanzar un manojo de arroz negro –en vez de blanco– sobre el cortejo que apareció por el soportal gótico, en el cierre de la gala, para las fotografías de exteriores; lo cual hubiera representado toda una señal para Abraxas, deidad cabalística y gnóstica muy adecuada al homenajeado, de ascedencia judía por parte de madre.

¿Qué hubiera ocurrido si la UPC concediese distinciones en el espacio de una sinagoga?

La virgen santa rehuía el portfolio profesional de Bofill. Se percibía un olor a chamusquina, tomada la arquitectura como una inclinación por construir/erigir lo que fuere en el sitio que fuere y según patrones encontrados en cualquier segmento de la historia edilicia, por supuesto sin darle la espalda a la recepción de emolumentos, manía universal, sagrada. Hoy Bofill recibía este magnífico honor, y ayer los correspondientes honorarios. Hablamos de un arquitecto que ha construido, y al que se rendía pleitesía en un templo. Por otra parte, Nicolau Rubió i Tudurí, al filo de sus 90 primaveras, dio una charla en los pabellones de la ETSAB (ya derribados), hace muchos años, y en ella sentenció que “las reglas de la arquitectura son tres: copiar, copiar y copiar…”

¿Qué queremos decir? ¿Denostamos a quien se declara “copión” (en un sentido inteligente) de Gaudí?

No; pero diversas circunstancias confluían en la delicada mampostería de Santa María del Mar. El entourage transformaba el acto en una especie de aquelarre. El episodio exhibía –¿porqué no decirlo?– un ligero desbarajuste. Primero, la estatua incolora, impávida y santísima de la virgen María presidiendo el oficio, en el eje de la nave medieval tan majestuosa. Al recinto católico, súmese el ciempiés sobre la coronilla y las capelinas de cromatismo profuso (código de la masonería, universitario) sobre los hombros de la comitiva. Estos sombreritos tan curiosos obligaron a levantar más de una ceja, y no nos referimos a la plétora de aplaudidores (doctos), sino a las beatas que se habían colado en la parroquia, a pesar de que la entrada fue por invitación.

Un ceremonial pagano, en suma, intrigante y un pelín oscuro en una iglesia consagrada, pero que fue bello, según escribió un periodista de ‘El Periódico’ que presenció el tronío y la pompa académica, la cual, por cierto, podía ser de jabón. El espectador anónimo advertía enseguida que el discurso preparado en remoto de los amigos corporativos de nuestro Vitruvio (retransmitido sobre las pantallas) aturullaba por lo obvio: superficial, demasiado zalamero.

La orquestina estuvo correcta. Cuando fue claro que la marcha nupcial de Mendhelson no iba a sonar –lo cual era lógico, pues era una coronación–, se interpretó el “Gaudeamus Igitur”, composición en latín que cantó/carraspeó con poca energía la audiencia (había muchos universitarios), por hallarse embozados todos, es verdad, en incómodas mascarillas tardopostpandémicas.

El batiburrillo de capas, diplomas, guantes, birretes y antifaces en el altar fue divertido para este observador, y el abrazo del rector al diminuto Bofill fue como el abrazo del oso, es decir, mi primo en el orden de las especies. Fue como si el rector abrazara a un hijo pródigo, pues el ilustrísimo jefe actual de la UPC es más bien alto, de 1,90 m (aunque ganó las elecciones a rector por un escaso margen del 0,3%). Es de sobras conocido y difundido que Ricardo Bofill fue expulsado de la universidad por revolucionario, et pour cause, como lo fue Napoleón en su momento. Bofill fue expulsado y expedientado por antifranquista, por oponerse a la dictadura. Ahora volvía majestuosamente al seno de su alma mater, pero imperaba cierto desconcierto (celebrar efusivamente… ¿TODA la obra del doctorando?, ¿y en la superiglesia icónica de la ciudad…?). Alguna lágrima debió soltar Oriol Bohigas, un anciano venerable que llegó justo a tiempo: estar ahí, y en el primer banco, fue un detalle de un acérrimo enemigo de Bofill en otras épocas. Se sabe que Oriol no va a misa, normalmente.

Nos preguntamos si esta tramoya exorcista, concebida por un director de la ETSAB desenvuelto, no hubiera tenido más recorrido en el espacio laico del Palacio de Montjuic, por poner un caso. Nos preguntamos si en Valencia ya especulan con doctorar de esta manera a Santiago Calatrava en la Seu de la capital del Turia, es decir, no al estilo mascletà, sino en un sitio consagrado por la devoción. Con cierta naiveté académica nos preguntamos qué pasará en la escuela de Barcelona –en el solemne Tribunal de Proyectos de Fin de Carrera, por ejemplo– con futuros alumnos; o sea, qué pasará, a partir de ahora, cuando un incauto que finaliza sus estudios decida presentar a examen (antes de ingresar en el paro, posiblemente) algo similar al Teatre Nacional de Catalunya, de Bofill.

Félix de Azúa, ex-docente de la ETSAB, ya explicó en su momento que la ética de una obra de arte no está en el resultado (del que no cabe opinar, en realidad, si está bien o está mal), sino en el proceso seguido persistentemente, tozudamente, aplicadamente, por el artista a lo largo de su elaboración, el cual puede durar una vida: en ese empeño que puede no flaquear –considera Azúa– residiría el eventual valor ético de una obra. Por tal motivo, desde aquí, y estimando todo lo estimable, felicitamos a Ricardo Bofill, cuya trayectoria lo convierte en un valeroso esforzado de la arquitectura.


[Palabra de Monoblanco]

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