Hace ya bastante tiempo, precisamente cuando Italia estaba de moda (¿ha dejado de estarlo alguna vez?), ciertos deportistas italianos no solían caer simpáticos en Cataluña y en España. La gente veterana recuerda la solidez, y a la vez la sordidez, del ‘catenaccio’ como estrategia básica en los equipos de fútbol del país transalpino de hace décadas. Todos los aficionados al balompié (entrados en años) conocieron la disciplina bronca de los defensas italianos de la época, sus faltas tácticas para evitar contragolpes, la verdadera comedia “dell’arte” interpretada ante los árbitros del momento en los instantes decisivos del partido, etcétera. No hay duda de que históricamente se dieron en el Calcio muestras de conductas zafias que se prolongaron hasta entrado el siglo XXI, como, por ejemplo, el famoso salivazo del jugador Totti a un contrincante en el año 2004. Los equipos de básket de la dolce Italia, por su parte, en esos mismos tiempos, singularmente, no solían lucirse tampoco en el capítulo del fairplay.
Los lectores más memoriosos recordarán, quizá, a aquel baloncestista con perfil de soldado pretoriano llamado Dino Meneghin, en los encuentros televisados de los años 80: en cuanto los jueces volvían la espalda, Meneghin (110 Kg, 2,06 m de altura) hacía una de las suyas, verbigracia, lanzaba un puñetazo a un incauto defensor, el cual caía al suelo fulminado, sinó lesionado. Había un hombre tirado en la cancha, y retorcido de dolor, pero Meneghin se acercaba a él con un semblante inocente preguntando qué demonios ocurría.
– Ma che cosa?
Meneghin sería la horma de un tipo de deportista que no era inusual en ese admirable país llamado Italia, hace ya mucho tiempo, y que logró despistar a más de un árbitro de la época; Meneghin constituía un emblema de la dureza exhibida en muchos deportes de equipo.
Constatado esto, y aunque el mundo del deporte ha cambiado mucho desde entonces, es hora de hacer una reflexión sobre los pilotos italianos de automóviles de competición. Con ninguna ambigüedad, nos referimos a los pilotos italianos de coches. Aquí las diferencias son abismales, y las peripecias de los ases del volante son cautivadoras. Los automovilistas del país de la bota del mapamundi (¿un botín que pisa el acelerador?) son la excepción que confirma la regla en el área histórica del fairplay o de la práctica deontológica del deporte. En las antípodas de cualquier marrullería, en la esquina más limpia de la habitación de la fama, los ases del volante italianos de las etapas “heroicas” del automovilismo forman una saga de nombres exquisitos y maneras de gentlemen que empiezan en la Belle Epoque con Tazio Nuvolari, envuelto en una nube de éxitos y de leyenda. ¡Qué hermosa fonética mantiene ese apellido! Un nombre facilísimo y felicísimo de pronunciar: Nuvolari…
Le seguirían, sucesivamente, Caracciola y Campari. Rudolf Caracciola era alemán, pero de padres italianos, y fue un piloto brillante entre la primera y segunda guerra mundial. En esa era, asimismo, las hazañas vividas por Giuseppe Campari (1892-1933) en la carrera de la Targa Florio y en las Mille Miglia se sumaban a sus dotes como cantante de ópera, pues Campari era barítono, lo que expresa un pluriempleo fenomenal que no ha vuelto a repetirse.
En la década de los 50 del siglo pasado reinaba Juan Manuel Fangio, cómo no, de ancestros italianos. También descollaba uno de los primeros campeonísimos del mundo, el entrañable y risueño Alberto Ascari, que ganó el Gran Premio Peña Rhin de Barcelona en 1951, y todas las carreras internacionales en 1952, y revalidó el título en el 53. Ascari fue el único capaz de competir con Fangio y el famoso Stirling Moss. Fue amado por sus compatriotas, y muy querido por sus rivales.
En los años 60 del siglo pasado, todavía en el inicio de una Formula 1 adolescente, el escocés Jim Clark se batía con tres estrellas ascendentes de Ferrari: Bandini, Scarfiotti y Parkes, un tridente mítico. Los dos primeros, por supuesto, eran italianos. Lorenzo Bandini fue un corredor fantástico, pero fue una promesa truncada, pues murió en el circuito de Montecarlo llevando el número 18 en su Ferrari, un número (el 18) que fue y sigue proscrito de cualquier coche de la marca desde aquellas fechas. La orden tajante de no exhibir ya jamás el número 18 la dio Il Commendatore Enzo Ferrari, y luego, hasta hoy, la han seguido a rajatabla todos los directores deportivos de la Scuderia. Nunca se verá ya un Ferrari de competición con el número ’18’ en sus flancos, en reconocimiento a la última carrera de Lorenzo Bandini. La mala suerte de este piloto se atribuyó, con sorna agorera italiana, a la proximidad del ‘diciasette’ , el 17, que es una cifra de mal fario en Italia. En España, en cambio, como recordaba Angel Nieto, la cifra fatídica ha sido siempre el 12+1. El piloto Ludovico Scarfiotti, por su parte, fiel compañero de Bandini en la marca del Cavallino Rampante, junto con el británico Mike Parkes, tuvo una trayectoria deportiva breve, pero igualmente destacada. Era sobrino del magnate Giovanni Agnelli y cautivaba por su refinada educación, a la altura, podría decirse, de la portentosa habilidad de sus pies y de sus manos. Scarfiotti ganó el Gran Premio de Italia de 1966 en el circuito de Monza, lo que le hizo enormemente popular en su país. Italia en aquel momento empezaba a disfrutar de un notable prestigio cultural internacional, en parte debido a su último cine vanguardista y a su incipiente diseño. Con la victoria de Scarfiotti, la bandera tricolore ondeó en el podio entre una multitud enfervorecida. Scarfiotti murió en una competición menor, cuando trató de evitar a un corredor que yacía en la carretera, despedido desde un coche accidentado.
Un poco más tarde, la relación de conductores italianos caballerescos y a la vez magos del volante no se acaba. En los 70 del siglo XX, se recordará sin duda al elegantísimo Ignazio Giunti, gran piloto de monoplazas y de prototipos, muerto en un accidente absurdo provocado por el polémico Jean Pierre Beltoise en el inseguro circuito de Buenos Aires. Italia lloró entonces otra promesa en ciernes.
También cabe rememorar a Arturo Merzario (otro nombre bellísimo), piloto de la casa Ferrari inicialmente. Fue un astro del campeonato de prototipos en los mismos años 70 con su Ferrari 312-P, y también lo fue en Fórmula 1. Merzario, amante incondicional del motor, se arruinó personalmente al pretender organizar una escudería con su propio automóvil y su propia marca.
Ciñéndonos a la Fórmula 1, todos los barceloneses veteranos que acudían a las carreras de Montjuic antes de la clausura del circuito, es decir, en los 80 y 90’s del siglo XX, pueden rememorar a un italiano notable -en realidad, suizo del Ticino-, Clay Regazzoni. Sin duda, sus derrapajes antológicos en los Grandes Premios de España, coreados por la multitud en el trazado barcelonés, pertenecen a otra época, pero hacían las delicias de los aficionados. El bueno de Clay Regazzoni hizo más de una jugarreta al eterno amo de la parrilla de salida, que por entonces era Jackie Stewart, el cual -por su eficacia y elegancia en la conducción- tenía seguidores devotos entre los catalanes. Pero Regazzoni era otra cosa: ascendía por los curvones del Estadio con su Ferrari semicruzado y con la última velocidad puesta, como si nada. Protagonizó las mejores derrapadas vistas en Montjuic. Más tarde, el piloto de Lugano paseó su campechanía por los paddocks en silla de ruedas, donde quedó confinado tras un accidente en 1980.
Ignoramos si los pilotos italianos que fueron rivales de Fernando Alonso en la Fórmula 1 (Trulli, Fisichella…) hubieran llegado a la altura deportiva y personal de sus predecesores históricos de no haber mediado el genio asturiano; pero de cualquier manera, la retahíla de corredores italianos que se deslizaron por el asfalto en los circuitos de competición del mundo, de todas las épocas, es impresionante. Es un gozo de la memoria y un placer casi auditivo evocar en voz alta a los imperecederos maestros del volante de la grande Italia: Nuvolari, Caracciola, Campari, Ascari, Farina, Bandini, Scarfiotti, Merzario, Giunti, e incluso el simpático Regazzoni…
En esta lista vibran los recuerdos de los buenos aficionados al automovilismo, una especialidad deportiva y espectacular que hoy –a la vista de la proliferación desenfrenada de automóviles, por una parte, y a su repercusión medioambiental, por otra– tendría que convertirse en historia, o probablemente en un deshecho romántico.
[Palabra de Mono Blanco]
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