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Cómo dar una vuelta a la manzana por un euro

Mayo 2012

Si usted vive en una gran ciudad, dar la vuelta a la manzana por un euro y no morir en el intento será temerario, pero no imposible. Lo vamos a demostrar. Usted sale de casa y en la esquina empieza a ver turistas. El turismo naturalmente es un negocio y, como tal, consiste en hacer creer al incauto que necesita algo. Más específicamente, es sostener el mito de que dar la vuelta a mi manzana –pagando– resulta más interesante, divertido y culto que dar la vuelta a la suya.

Esto es una confusión tan grande como identificar la ruta de Colón (por el Atlántico) con la ruta del cólon (por el intestino grueso).

Ya lo dijo un argentino: “Una vez que a mi pared descascarada por la humedad la creés ruina –visitable– y te viniste al barrio, vos sos un rehén. Si te cansás de dar tumbos, te cobro el umbral; si te pica el bagre, pagás por caviar un sanguche de salchichón, y si tenés una urgencia sanitaria, te cotizo la loza como el trono de Maradona”.

Confiemos en que el ciudadano regular no se confunda, porque a los turistas los timan aquí, en Maracaná y me Río de Janeiro. Para evitarlo, punto número uno, el llamado peatón ha de evitar, en cualquier ciudad, cualquiera de las nuevas y sofisticadas panaderías, aquellas de infinitos bollos, hogazas, cocas artesanas y pastas sin fin que ofrecen un magnetismo insoportable, sobre todo si no se ha desayunado.

Después vienen los cafés, todos de franquicia, normalmente sin puertas, que entrañan el riesgo de caer dentro inmediatamente después de tropezar con las panaderías-hornos. En los cafés, al menos, no lucen esas boinas que jamás llevó panadero alguno en España. Pero uno puede acabar tomando el segundo café del día y hojeando el periódico con tanta naturalidad que hay que repetirse por dentro: “Soy un simple vecino y te lo voy a demostrar, San Honorato” (patrón de los panaderos). Fallar en esta estación sería impropio, teniendo en cuenta que en la perspectiva de la calle lo siguiente son los bazares chinos.

Sobre los bazares chinos, dos observaciones. La primera es que parecen todos iguales y uno diría que se comunican por dentro como los restaurantes chinos; al fondo del dédalo habría un panóptico, o una red de pasadizos secretos que quizá los conectarían con un único almacén distribuidor y centralizado de la ciudad. En caso de desmentirse el bulo, preguntemos inocentes: ¿quién no necesita un paraguas, una funda de móvil, un ambientador de incienso, un trolley de fuelle, un peine, un juguetito para el niño, etc., etc., si cuestan una nadería?

Hay que seguir caminando. Nuestro objetivo es: el circuito del bloque entero sin soltar lastre, y sin tropezar con pizarritas de bares ofreciendo ágapes por sumas X. Un auténtico zigzag. Rebasa tú un escaparate que te pilla la córnea como un cuadro del Renacimiento. Es decir, prohibido recular en las tiendas de moda. Puede tratarse de una tienda de zapatos, de alfombras, de complementos, de yogurtería, da lo mismo. No importa el dinero que ganes. Es mental. En la acera, hay que apretar la mano sobre el infiernillo de la americana, sobre el cierre del bolso de mano, sobre la cremallera de la mochila, etc., para no acabar adquiriendo algo de lo que seguro nos arrepentiremos.

A continuación viene otro de los grandes peligros cosmopolitas: el quiosco. Un quiosco era un sitio donde se ofrecían sólo veinte o treinta cosas, tradicionalmente diarios, pero eso era antes; hoy en día, un quiosco urbano donde los haya, honorable, honrado, comme il faut, debe ofertar, como mínimo, más de trescientas cosas inútiles. No hay manera de no toparse con uno. Los coleccionables, en concreto, pueden provocar un trastorno obsesivo compulsivo, y es fácil caer en la tentación, de modo que hay que aumentar la velocidad de paso. Ojo a los quioscos.

Por otra parte, uno va absorto en sus pensamientos, y es facilísimo despistarse. ¿No hay cadenas en la manzana?. Nos referimos a las que atan y sujetan, sí, las del supermercado. ¿Te acordás de que te faltá algo en casa?. Por supuesto. El súper es tierra prometida del consumidor, pero una maldad absoluta para la billetera y/o fondo de la tarjeta de crédito. Peor: es la ratonera universal del transeúnte. Se conocen casos extremos de entradas antojadizas en el súper de clientes que ya no han salido nunca más; por ejemplo, en España, en el súper de El Corte Inglés, donde sucedería lo que en los bazares chinos: alguien puede entrar en el Corte Inglés de Diagonal y emerger por el de Serrano, en Madrid, sin haber salido nunca a la superficie.

Si llegados a este extremo, querido lector, crees haber podido mantener sólidamente tus creencias, tus finanzas, exponiéndote a la aventura de un paseo de gastos mínimos alrededor de tu domicilio, enhorabuena, quizá lo conseguiste. La emoción, entonces, puede impelirte a gastar tus ahorros en algo menos trivial, en algo más relevante que los extravíos callejeros que has logrado soslayar. Imagínate, como recompensa anímica que te mereces, que se te ocurriera adquirir, por poner un caso, un libro, un humilde y digno libro gutenberguiano… Para ello, vas y te diriges tranquilo a la librería cercana y feraz, a la librería de toda la vida, la de proximidad, en donde sueles leer tomos, eventualmente comprar libros, e incluso quedar con las amistades. No tan deprisa… Ma cagun dena, maldita sea, grumete del diablo, zapoteca de truenos y rayos -¡por todas las maldiciones de Haddock!-, han cerrado la única librería que quedaba en el área por liquidación total, por quiebra absoluta, por hundimiento -craso- del negocio (Acaba de suceder con la librería “Ancora y Delfín” de Barcelona).

¡Coloquintos de grasa de antracita, bachi-buzuk de los Cárpatos, ectoplasmas…!

[Palabra de Mono Blanco]

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